No
hay unos ojos como los de Amadou.
(reflexiones
después de la semana de la discapacidad).
El
otro día estuvo por aquí Richard. Richard es el primer alumno con
síndrome de down que vino a la escuela. A la entonces FP adaptada,
hoy educación especial.
Da
gusto oír a los padres de Richard. Dan las gracias a todos y por
todo. Hablan de lo mucho que supuso para ellos la experiencia de
Richard en este centro, lo mucho que aprendió, la primera excursión
con la ESO, la inolvidable obra de teatro con Maite Mairena... y
tantas cosas.
Lo
que no saben los padres de Richard, es que su hijo, que ahora figura
en todas las fotos, en todos los blogs, en la memoria de todos los
educadores que trabajaron con él, lo que no saben los padres de
Richard, digo, es que su hijo no estaba seleccionado para estas
unidades. Y no lo estaba porque no teníamos los recursos suficientes
para atender a “este tipo de chavales”, porque no había “horas
para personal complementario desde consellería”, porque nuestros
profesores “no están preparados para trabajar con estos chicos”.
El caso es que Richard no estaba. Lo se bien porque el psicólogo que
certificaba los informes para la admisión de estos alumnos era el
que esto suscribe. Era una tarea desagradable como pocas, que aún me
pasa factura. Quizás es por eso que me cuesta tanto señalar a un
alumno para decirle que no puede, que no llega, que no sabe. Prefiero
que sean ellos los que prueben sus límites.
Richard
vino al colegio porque un orientador de otro centro nos convenció.
Insistió, habló, vino, preguntó, movió... hasta que nos abrió
los ojos y nos hizo ver lo ciegos que estábamos.
Richard
fue el primero y detrás vinieron muchos. Y el mérito de todos esos
alumnos lo tienen Richard, los padres de Richard y el orientador de
Richard. Y luego nosotros, que abrimos los ojos a un mundo que ya no
nos dejaría volver a cerrarlos.
Viendo
a Richard nos acordamos de Camilo. Camilo, alumno de uno de los
primeros PGS de electricidad, era un muchacho con sonrisa amplía,
simpatía natural, fuerza de voluntad a prueba de bombas y una
hemiplejia que le tenía paralizado medio cuerpo. No nació así. Fue
un accidente de coche en el que murió su madre y la mitad de su
cuerpo se paró para no volver a moverse.
Todos
recordamos a Camilo jugando al fútbol... de portero. Una y otra vez
sus compañeros le lanzaban balones justo a la parte de la portería
donde era imposible que Camilo alcanzase. Una y otra vez, un recreo
tras otro. Un día tras otro la misma historia. Cuando vimos a Camilo
todos, (y digo todos, yo el primero) considerábamos imposible que
pudiera alcanzar los objetivos del PGS de electricidad. ¿Cómo iba a
adquirir un mínimo de competencia profesional? ¿No había otros
sitio más adecuado para “estos chavales”? Nosotros queremos
atenderle pero “no tenemos los medios”. Pues Camilo no se fue. Se
quedó. Y cumplió. Y abrió el paso a otros muchos alumnos con
minusvalías físicas al colegio. Y el mérito de todos esos alumnos
es de Camilo y de su padre. Y luego nuestro que ya nunca más
consideramos que una carencia física pudiera vencer a la voluntad.
Por
entonces el colegio había contratado a una trabajadora social. Había
antecedentes en la escuela, pero muy lejanos. La contrataron para
escuchar. Para escuchar a las familias, a las instituciones que
cuidaban de nuestros alumnos, a las abuelas que ya entonces sostenían
con su pensión a la familia entera. Escuchar. Qué tarea tan
difícil. Algunos pensamos entonces que esa tarea se podía hacer
desde otras instancias, desde la tutoría, desde el psicólogo... Eso
pensábamos hasta que vimos funcionar a la trabajadora social. Nos
enseñó lo sordos que estábamos. Después de ella vinieron más.
Profesionales especializados, conocedoras de su tarea, con formación
específica. Pedagogas, maestros de audición y lenguaje,
psicólogas... Fue un cambio de modelo, un paso hacia adelante, un
auténtico cambio de paradigma, como el que nos piden ahora. Y las
herramientas básicas de este cambio fueron la voluntad y un
horizonte claro de lo que queríamos. Eso contagió a un claustro, a
un grupo de profesionales magnífico que con voz femenina, alta,
clara y distinta, cambió para siempre lo que entendemos por
educación especial.
Termina
la semana de educación especial. Me deja el regusto amargo del
recuerdo de todos los alumnos que no pudieron disfrutar de este
recurso por mi propia minusvalía. Más ciego que Richard, más manco
que Camilo y además sordo, sólo la experiencia vívida y la
reflexión posterior, me reduce un poco esta polideficiencia que
arrastro desde que decidí dedicarme a esto de la educación.
También
esta semana me deja la certidumbre absoluta de que la mirada con la
que mis queridas/os compañeras/os de educación especial observan a
sus alumnos, ha de ser la mirada con la que todos/as hemos de
afrontar el reto de trabajar día a día con nuestros alumnos de
primaria, secundaria, FP y bachiller.
Para
mi, ese cambio en la mirada supera y precede en potencial a toda la
tecnología del mundo, a todas las competencias del mundo, a todas
las excusas del mundo.
Si
vamos con esos ojos por el patio, encontraremos que cada alumno es
único e irrepetible y que nuestro juicio siempre será parcial y
limitado.
Encontraremos
que no hay otra mirada como la de Amadou.
Ximo
Bosch